Una noche fría, un cigarrillo en mi mano y no muchas expectativas para las horas venideras.
Como venía siendo costumbre en mis noches desde ya hace algún tiempo, había asumido que esa jornada iba a ser una solitaria. Por razones que aún no he llegado a comprender, últimamente me atrae más mi propia soledad, que la compañía de quien fuere.
Pues, entonces, fue una sorpresa cuando él me saludó. Entre las infinitas posibilidades que tenía ante sus ojos, entre toda aquella multitud, me eligió a mi. No sé porqué le contesté, pero lo hice. Parecía un tipo interesante y, pregunta tras pregunta, con Jorge Drexler tocando de fondo, sin si quiera darme cuenta, le fui develando mi historia.
Le narré mi infancia, mis aventuras de niña en un pequeño pueblo perdido, los paseos en bicicleta por la plaza y como todo terminó de la noche a la mañana. Hablé sobre la vida en la capital, los pequeños detalles y los grandes hitos. Quiso saber acerca de mis dolores y mis alegrias, mi familia y mi mundo, mis sueños y frustraciones. Se lo dije todo. Lo escuchó todo.
También él me confidenció su alma. Como narrador por años privado de papel y tinta, me reveló cada historia que valía la pena contar e, incluso, aquellas de las que hubiera podido prescindir. Exclamó y susurró. Me llenó de sus propias experiencias y compartió conmigo sus ilusiones más profundas. Durante horas, que se hicieron minutos, plasmó su propia filosofía y fuimos cómplices en ideales durante toda aquella breve noche de invierno.
Sabíamos que sólo así podía ocurrir un encuentro como el nuestro. El entorno permitía mostrarse honestamente y sin tapujos, confiando que quien respondía hacía exáctamente lo mismo... qué sensación de realidad tan lejana e intangible.
Junto con los pequeños haces de luz que se colaban por alguna parte, encendí el cigarrillo con el que perdí la cuenta de lo fumado. Comenzaba a amanecer y parecía que ya era hora de la despedida. Sabíamos que eso iba a ser todo, pero esa certeza, más que pena, inspiraba libertad. Dijimos adios y así terminó aquel encuentro, inesperado, pero gratamente recibido.
Cerré la ventana de mi encuentro furtivo, apagué el computador y me tapé hasta las orejas con mi cobertor de plumas. Cerré los ojos para dejarme ir y, mientras entraba en el anhelado mundo de los sueños, me preguntaba si seré la única que encuentra alegría en la propia soledad... y si eso estará bien.